Mini, midi, maxi


(Modelito midi de Adolfo Domínguez para el verano de 2017) 

He leído por ahí que el largo de las faldas es un indicador de la economía. A más crisis, faldas más cortas. La minifalda fue una conquista femenina que ha perdurado en el tiempo y que reaparece cada año en múltiples versiones. Durante algunas temporadas los vestidos largos quedaron reducidos a las noches de fiesta o a las bodas. Y los midi, esa media largura que no a todas sienta bien, mucho más relegados incluso. Sin embargo, este verano el eclecticismo se impone. Y se lleva todo. Con una salvedad: lo que mejor te vaya. 


(Minifalda de piel de Uterqüe, colección 2017) 

La frase "esto se lleva mucho" nos ocupa a las mujeres desde la adolescencia hasta, eso espero, el final de nuestros días. Pero internamente todas hacemos una expresiva mueca de disgusto cuando nos encontramos con que la moda, esa moda precisamente, nos sienta como un tiro. Para eso están los espejos y, cuando somos pequeñas, las madres. Aunque madres que adoban la autoestima de sus hijas a base de afirmar que todo les sienta bien, hay otras especialmente críticas que no dejan títere con cabeza. Últimamente, sin embargo, deben abundar las primeras, vistos los adefesios que se ven por la calle. No obstante, he ahí la pregunta: ¿Debe uno vestir según aquello que nos sienta mejor o dejarnos llevar por nuestro gusto y salga el sol por Antequera? 


(Vestido largo con cuello halter de Purificación García en el color de moda, amarillo/mostaza)

Sufro de una dualidad sin remedio. Por un lado, percibo la elegancia de quien sabe llevar en cada momento la prenda precisa y adecuada a su cuerpo, su estilo y su quehacer. Pero, por otro, cómo no admirar a quiénes se ponen el mundo por montera y visten como quieren, lo que quieren y cuando quieren. Difícil cuestión esta la de elegir un punto de vista. Porque depende mucho de tu propia historia, de tu propia crianza. Aunque parezca mentira, lo que hemos visto y vivido en la niñez nos salpica en todos los aspectos, también en este. 

Pondré algunos ejemplos que quizá ilustren lo que quiero decir. Una señora amiga de mi madre, aunque bastante mayor que ella, vistió hasta que se murió a su saber leal y entender. Los colores pastel con los que se prodigaba hasta cerca de los noventa, sorprendían en la calle y a las amigas. Pero ella perseveró en sus celestes, rosas y amarillos, en sus florecitas silvestres y en sus cuadritos, hasta que le dio la gana. Un poco como la reina de Inglaterra, pero sin ser reina, sino una honrada comerciante de ultramarinos. 

Otro caso. Una amiga de la infancia, única hija entre varios varones que, cada vez que se compraba alguna prenda, hacía un desfile de modas por su casa, entre los aplausos de padres y hermanos. Todos jaleaban a la niña, ole, ole, qué gracia tiene, qué guapa es, qué tipo tiene, etc. A mí aquello, que solía contemplar asombrada, me parecía una exhibición absurda, sobre todo porque la niña era sosa como ella sola, normalita del todo y no iba destinada a modelo de alta costura, desde luego. Pero así fue creciendo, entre palmas y palmas, con la autoestima por las nubes. 

El vestido, la moda, el atuendo, nos representa. Es la primera imagen que se percibe de nosotros. Nuestro arreglo personal será, para mucha gente, lo único que conozca de lo que somos. Por eso es importante. Lo que pasa es que vestirse no es disfrazarse. Y el disfraz solo tiene sentido cuando queremos ser otra cosa distinta de lo que somos. Una palabra, la naturalidad, que debe ser tan difícil como la elegancia o el gusto, me ronda la cabeza. Sin embargo, eso sí, me parece que el disimulo en la ropa envuelve el disimulo interior. Aparezco así porque no quiero que me conozcáis. 

Un amigo de toda la vida y una amiga de corazón han coincidido en lo mismo al hablar de mí estos días: No eres tú. Y no hablaban precisamente de la ropa. 

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