Divertidas e inteligentes


Todavía hay quienes establecen una insana competición entre la belleza y la inteligencia. Como si ambas fueran atributos tan dispares que resultara imposible imaginar la coexistencia entre una y otra. Esto trae consigo un corolario: los oficios que se obstinan en convertir a las mujeres en ejemplos de belleza y glamour son cosa artesana, alejada de los requisitos intelectuales que suponemos en otras profesiones. Los romanos, que eran muy suyos y que se anticiparon en todo a la vida actual, lo dijeron a su manera "mens sana in corpore sano". Que traducido al lenguaje cotidiano significa "ejercita tu cerebro y cuida tu pelo" 

Nada más incierto ni más diferente a la realidad esa idea de separar belleza e inteligencia. Cuando se dan separadas no es por imposibilidad de que convivan, sino por una suerte de compensación que la naturaleza lleva a cabo en sus ritos ancestrales. Desde hace años trato con peluqueras, estilistas (como decía Sabina), manicuras, estetistas y todo un enorme plantel de personas (la mayoría mujeres) dedicadas al ramo y hallo entre ellas tanta variedad de conceptos, procedimientos y actitudes como en cualquier otro colectivo. Pero, además, tienen unos atributos que merecería la pena que fueran estudiados por sociólogos de los que se dedican a proclamar en titulares cómo somos y cómo sentimos las mujeres. 

Porque las mujeres que se dedican a esto tienen un mucho de psicólogas, otro mucho de escuchantes, una gran dosis de paciencia, mucha imaginación, extrema discreción a la hora de guardar para sí los secretos más íntimos de sus clientas y, sobre todo, una apuesta por la ilusión que es sumamente contagiosa. 

Entras en el salón de peluquería en baja forma, con tus pelos lavados en casa, sin arreglos y sin adornos, con el flequillo mal cortado, con las puntas en estado de rompan filas, con el color así así y sales, ay, esplendorosamente atractiva. Basta que te coloquen unas brillantes transparencias de papel de plata para que tu tono se aclare lo suficiente como para darte luz. A continuación, un buen enjuagado y un matizador que iguale los tonos y los haga más luminosos. Luego, una ampollita revitalizante, algo para el volumen, una leche para sanear puntas o una mascarilla que levante el ánimo de tus alicaídos cabellos. Más tarde, el saneado con tijera de podar (las peluqueras siempre cortan de más, son jardineras frustradas, quisieran estar todo el día en traje de faena podando rosales), luego el peinado. 

El momento del peinado es sublime. Empiezas con el gesto parecido a un pollito en corral ajeno, con los pelos mojados y pegados a la cara y terminas con el aire altivo de una estrella de Hollywood. Bien es verdad que esa ilusión óptica puede desvanecerse si, al salir de la peluquería, te acecha una racha de viento del norte o una lluvia inoportuna, pero esto son gajes del oficio. El momento peinado es lo más. 

Por supuesto, entre esos devaneos con el cepillo, la tijera y el secador, tus manos están extendidas, dirigidas a la persona que cuida de que, cuando te tomes con el chico que te gusta una copa de martini con dos aceitunas, las uñas luzcan impecables. Es alguien que te riñe porque te comes los dedos cuando estás nerviosa y que tiene en su cesto blanco los colores del momento. El rosa fucsia, el rojo, el coral, el amatista, el verde moderno, el azul cobalto juvenil, el rosa pálido, el blanco para la manicura francesa, todos los tonos que derraman con su pincel para que muevas luego las manos y se muestre la hermosura del color. Las manicuras son pintoras de la belleza sencilla del movimiento, cuidadoras del aire que se agita cuando hablas o caminas. 

Estás en la peluquería y sientes que el mundo se ha detenido. Se han quedado fuera, en la puerta, todos tus problemas. El desamor y la punzada de la nostalgia. Las preocupaciones por los hijos. Los desengaños de los amigos. La lucha del trabajo diario. El miedo a las enfermedades y a la muerte. La incertidumbre. El desasosiego. El nerviosismo. El vaivén sentimental que te conmueve a diario. Todo eso se espera a que salgas y parece desvanecerse en esos momentos en los que, convertida en una it girl, mueves tu cabeza al ritmo de Pretty Woman. Porque lo eres. Allí, en la peluquería, los ritmos son otros, la tesitura de la voz cambia y el aire entero se llena de la esperanza de un futuro mejor. Que quizá existe, aunque no lo sabemos. 

Así que nuestras peluqueras, manicuras y estilistas, no son solamente unas personas que cumplen un oficio, sino que hacen una función social imprescindible. Ellas, con sus rizos africanos, sus flequillos incandescentes, su rubia melena al viento, su pelirrojo tono estilo Maureen O´Hara, sus uniformes negros o corintos, sus sonrisas rojas y rosas, sus conversaciones comprensivas e intrascendentes, sus comentarios atinados, sus esperanzas mezcladas con la paleta de los tintes que manejan con soltura, son un bálsamo que se derrama sobre el cabello, las manos, la piel y las almas. Son, utilizando una frase de Françoise Sagan, una gota de sol en el agua fría. 

(Foto gentilmente cedida por las profesionales de la Peluquería Miguel Ángel de Triana) 

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